3. Y no está sola. Su generación —los hijos de los posmodernos, relativistas y neoliberales— han heredado un mundo sin templos ni certezas; sin comunidad ni arraigo. A fuerza de emanciparlos, los arrojamos al vacío. Les prometimos, como denunciaba Diego S. Garrocho, que podrían vivir una vida en el absurdo y de tanto deconstruir, sus existencias han terminado siendo una auténtica ruina. Les enseñamos que no había verdades, ni bien, ni mal, ni sentido, solo elecciones. Les dijimos que podían ser lo que quieran ser, ser todo, en todas partes, al mismo tiempo. Les adentramos en el mar de la libertad, pero sin brújula ni puerto al que dirigirse. Y ese mar de opciones infinitas, lejos de emanciparlos, se volvió abismo insondable que los dejó paralizados. E incapaces de devolverle la mirada al abismo, ahora, nuestros hijos naufragan entre identidades líquidas, vínculos efímeros y deseos que no se sacian. Se consumen en el consumo. Abandonados a toda esperanza, les abrimos las puertas del infierno.